#Naukas17: El sonido del viento

Ya estamos de vuelta de #Naukas17, la séptima edición —que se dice pronto— de Naukas Bilbao. Un nuevo año, un nuevo reto repleto de nuevas incorporaciones, ausencias notables y 2000 localidades por llenar con la receta de siempre: ciencia, escepticismo y humor. Este fue el resultado:

Imagen de Xurxo Mariño.

Además, Almudena, que ha divulgado ciencia no solo en este blog, en Naukas y dando charlas en muchos otros eventos, sino también desde la Expedición Malaspina, el Ártico y Radio Clásica, recibió el Premio Tesla 2017 a la divulgación, junto con Jose Cervera y Daniel Torregrosa.

Imagen de Xurxo Mariño.

Finalmente, esta fue nuestra contribución: El sonido del viento:

Periodismo de datos sin datos

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

Me encuentro en Twitter con el siguiente gráfico despropósito de CBS News:

donde se hace referencia al porcentaje de estadounidenses que dice haber probado la marihuana. Evidentemente, los porcentajes no suman 100 % porque se refieren a una misma población en tres instantes temporales diferentes. Evidentemente, digo, si uno lee todo el texto y se para a digerir lo que está viendo, por lo que mostrar una gráfica pierde toda su razón de ser.

Gráficas horribles como esta constituyen, desafortunadamente, la tónica generalizada en los medios de comunicación, con mención especial para la televisión. Pero esta en concreto me ha llamado especialmente la atención porque, paradójicamente, la torpeza en la representación esconde un despropósito mucho mayor que tiene que ver con los datos (o su ausencia, más bien).

Desconozco si CBSN quería decirnos simplemente que mucha gente apoya la legalización de la marihuana, como reza el titular. Si es así, no entiendo qué tiene que ver el porcentaje de gente que la ha probado y, en todo caso, el dato de hoy en día sería más que suficiente. Por el contrario, la elección de la pregunta y los datos históricos sugieren más bien que el número de fumetas se ha disparado peligrosamente (crecimiento de 9 puntos en 19 años y ¡8 puntos en el último año!). Pero independientemente de su intención, la representación de una serie temporal debe hacerse de la siguiente manera:

Además, cuando hablamos de porcentajes, lo ideal es comprimir el eje hasta mostrar la referencia del 0 %:

Desatinos aparte, se agradece que CBSN especifique el margen de error, que es del +/- 4 % (con un nivel de confianza del 95 %, asumo, por lo que podemos inferir que el número de encuestados se sitúa entre 500 y 1000 personas). Una última mejora, por tanto, pasaría por añadir dicho margen de error:

Ahora tenemos una buena gráfica, pero el problema de fondo persiste: estamos haciendo periodismo de datos sin datos. ¿Qué hay entre 1997 y 2016? No lo sabemos (y no sabemos si lo saben), y por tanto no hay manera de interpretar el aparente crecimiento del último año. Podemos hacer, no obstante, el ejercicio de inventarnos unos cuantos datos, aunque sea de manera chabacana, y ver cómo podría cambiar el cuento:

Simplemente he cogido la media de los datos de 1997 y hoy y he generado valores según una normal de desviación adecuada al margen de error. Como resultado, el efecto de crecimiento acelerado desaparece. En definitiva, parece claro que ha habido un incremento desde el año 1997, pero poco o nada podemos decir del incremento del último año.

Sobrentendidos. 11 de febrero, Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia

Hace algunos años, yo no creía que días como hoy fuesen necesarios: días en los que se reivindica a tantas figuras históricas no solo como científicas, sino también en tanto que mujeres. Solía defender, con el ceño fruncido y la voz herida de orgullo que «yo» no necesitaba discriminación positiva, que los méritos debían brillar por sí mismos, que los genitales de cada cual son cosa suya, que el tiempo pone las cosas en su sitio…

Es lo que tienen los instintos morales: que hunden sus raíces hasta el estómago y, solo con tiempo, información y suficiente esfuerzo, somos capaces de cambiarlos. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué cada vez que sale la palabra «feminismo» se monta un flame en Internet? Bien, este es el motivo. Todo el mundo conoce mujeres y todo el mundo «siente» (muy fuerte, a la altura del ombligo) cuál debe ser la actitud correcta hacia ellas; a saber, la suya propia. Rara vez 140 caracteres son suficientes para darse cuenta de que, además de sentimientos y un conocimiento parcial de ciertas mujeres, conviene tener a mano estudios e información objetiva que aclare las bases del problema. Muchos ni siquiera piensan que los datos deban ocupar un lugar en el debate.

Sin embargo, no hay nada como pillarte infraganti, víctima de tus propios sesgos, para empezar a dudar de esas intuiciones y girar la cabeza hacia los datos. En mi caso, la anécdota reveladora (o así la recuerdo yo: una especie de bisagra) vino de la mano de mi nueva carrera.

Cuando empecé el grado en Física, dio la casualidad de que tres de mis compañeros de trabajo habían empezado a estudiar por la UNED también. Ellos eran ingenieros y se habían matriculado en matemáticas. La rutina de estudios y exámenes daba para bastantes anécdotas y fomentaba el sentimiento de compañerismo, pero también… cierto grado de competición: llegaron los primeros exámenes y se descubrió que mis resultados en física eran muy buenos. Más concretamente, mis resultados en física eran mejores que los suyos en matemáticas. No en vano, soy una gran empollona, tan empollona que en 2° de carrera me dieron el premio a empollona del año de la Facultad de Ciencias de la UNED. Pero claro, ellos eran ingenieros, eran tres y, sí, eran hombres, así que algo debía de estar fallando.

La broma cuajó pronto. «Es que física es una carrera muy fácil», mucho más fácil que matemáticas, esto es. Pero lo malo no fue la broma. A fin de cuentas, era solo un comentario que nacía del juego, de la competencia sana entre pares, era eso, solo una broma. Lo malo fue el sobrentendido. Pronto, todos pensábamos que matemáticas debía de ser mucho más difícil que mis estudios. Pronto, yo misma pensaba que física no podía ser una carrera tan complicada.

Tardé todavía un año en darme cuenta de mi propio sobrentendido y algo más en asociarlo a cuestiones de género, a la imagen que yo misma tenía de «ellos» (ingenieros varones, luego más brillantes que yo) y de mi capacidad para las materias técnicas, esa capacidad que nunca hubiese puesto en duda de manera consciente. Descubrir ese sesgo misógino en mis propios ojos, como un filtro inconsciente y dirigido hacia mi propio desempeño, me hizo darme cuenta de cómo se lo aplicaba, sin quererlo, a otras mujeres. Me obligó a revisarme y a darme cuenta de que, sin datos, sin esfuerzo, sin activismo y sin días como hoy, el tiempo por sí solo nunca pondrá las cosas en su sitio.

La luz: una metáfora

Lean Fotones y fotoncitos, de Joaquín Sevilla. Al principio se pone un poco técnico hablando de la dualidad onda-partícula:

La disquisición que llevó a siglos de peleas entre científicos sobre si la luz eran ondas o partículas quedó pues zanjada en un extraño empate.

Pero enseguida se le pasa. Aguanten hasta que llega la metáfora:

Una metáfora que puede ayudar a entenderlo sería suponer el haz de radiación como un chorro de partículas macroscópicas. En el extremo de los rayos gamma, los de más energía, esas partículas serían balas de rifle; los rayos X, balas de pistola; el ultravioleta lejano, piedras; el violeta, pelotas de goma; el rojo, pelotas de ping pong; y hacia abajo, cosas más sutiles, básicamente bolas de algodón.

Un balazo o una pedrada son biológicamente agresivos, potencialmente mortales. Lo son desde el primer impacto, no hay dosis inocua. En cambio con pelotas de ping pong es muy difícil matar a alguien. No es imposible, te puedes atragantar, te pueden asfixiar enterrado en una piscina de pelotas de ping pong. Pero hacen falta condiciones muy extremas y muchas pelotas (mucha intensidad) o situaciones muy exóticas.

Disgeusia, lectores compulsivos y niños voladores

(Esta anotación se publica simultáneamente en Naukas)

El otro día tuve un golpe de curiosidad y me dispuse a abordar la lista de correo de Naukas con una pregunta repentina. No sé si os ha pasado alguna vez: sufres algún impacto (fuerte) en la cabeza y, de repente, sientes un sabor como ¿metálico? en la boca. En el fondo del paladar, casi a la altura de la nariz… ¿A qué se debe este fenómeno? Había preguntado a Google, pero creo que me faltaban incluso los términos con que buscar.

En apenas unos minutos, llegó la respuesta de la mano de César Tomé:

Efectivamente, la disgeusia (eso te ayudará con Google) puede aparecer como consecuencia de un golpe en la cabeza (usa concussion y dysgeusia si buscas en inglés). No suele durar más de un par de semanas. Si persiste mucho tiempo después del golpe, lo que indicaría que el daño en un nervio de tu cabeza no se ha recuperado, ya hay que ir al médico.

Tiene la misma base que el sabor metálico que yo siento en las primeras fases de mis resfriados, que empiezan con un entumecimiento del cielo de la boca y un sabor metálico. Eso significa, explicado muy groserísimamente, que se está acumulando mucosidad en los senos, y que está empezando a ejercer presión en los nervios del sistema olfativo, lo que yo interpreto como una modificación del sabor.

De hecho, en mi caso, empecé a moquear y lagrimear también, así que la explicación encaja perfectamente. Pero mi disgeusia duró apenas unos minutos. Como ejercicio de autohumillación, os contaré que mi golpe fue literal: iba tan en la parra escuchando música que me comí una farola en medio de la calle, #truestory.

Esta confesión inmediatamente despertó en la lista una especie de concurso de anécdotas cómicas, que reproduzco aquí con el permiso de los protagonistas. Por ejemplo, la de Francis Villatoro:

Dicen las malas lenguas que en una ocasión en la que yo iba leyendo por la calle (siempre lo hago) choqué contra una papelera de plástico en una farola, reboté, le pedí perdón, y continué andando como si nada. Yo no lo recuerdo. Pero como ocurrió en el campus se supone que hubo varios testigos (seguro que se compincharon para tener una anécdota sobre mí de la que presumir).

O la de Mónica Lalanda:

Lo mío fue peor. Pasé la infancia convencida de que podría volar. El truco era coger suficiente velocidad corriendo y agitando los brazos a máxima velocidad (sí, ya… [¡?]). En fin… en uno de esos ejercicios de despegue, choqué con una farola. Tres puntos en la frente acabaron con mi vida aeronáutica y mi dignidad (el evento es recordado por mis hermanos siempre que pueden… ¡qué jodíos!).

La anécdota de José Ramón Alonso constituye un microrrelato precioso:

Yo también volaba. Movía los brazos con fuerza y, de repente, notaba una resistencia debajo de ellos, el aire parecía espesarse y tenía que empujar más y más hasta que el cuerpo, poco a poco, se separaba del suelo. Me daba miedo así que no me alejaba mucho. Era muy pequeño y cuando fui al colegio, en un pequeño patio rodeado de columnas, un momento en que estaba solo lo intenté pero ya no funcionaba, el cuerpo parecía mucho más pesado y los brazos cortaban el aire sin esfuerzo. Nunca supe qué pasó. (Y no, no fumaba nada).

Y, por último, Arturo Quirantes encontraba su consuelo en las historias de los demás (todos un poquito, en realidad):

Yo también leo como un cosaco mientras ando (y también me alegro de no ser el único). Creo que hay una porra en mi familia sobre cuándo me daré el gran piñazo. De momento gano yo…

De pequeña yo no volaba, pero era una intrépida e innovadora acróbata. Subía a cada columpio dispuesta siempre a encontrar nuevas formas de desafiar la gravedad. Comprobé que las manos eran necesarias para hacer volteretas de manera 100% empírica: cayendo desde lo alto de una altísima (eso me parecía) barra. El golpe en la cabeza no dolió tanto como el que sufrió mi dignidad, así que me levanté con los ojos empapados y no le dije nada a nadie. Tendría 4 o 5 años, pero aún hoy me acuerdo.

En cualquier caso, lo que a mí me pierde es la música. De hecho: el único miniaccidente que he tenido en mi vida con el coche (cuando aún lo usaba) fue por el mismo motivo. Suben los violines y a mí se me nubla la vista, literalmente, así que rocé con el retrovisor al coche de al lado. Sirva en mi defensa que había tres filas de coches sobre solo dos carriles, pero aún así… si Rachmaninov, no conduzcas.

Finalmente, Javier de la Cueva nos ofreció a todos otra ración de consuelo en un relato histórico del despiste:

Veo que la gente de la lista pertenece a una antigua y larga tradición:

«Sócrates.— Es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Este, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía adelante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra criatura. Sin embargo, cuando se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás seres, pone todo su esfuerzo en investigarlo y examinarlo atentamente. ¿Comprendes, Teodoro, o no?

Teodoro.— Sí, y tienes razón.»

Platón. Teeteto. 174 a.

No creo que en Madrid pongan algún día farolas acolchadas, papeleras que cedan el paso, perros guía para lectores empedernidos… pero la próxima vez que me la dé, por lo menos sabré cómo llamarlo: ese sabor en el fondo del paladar es disgeusia.