Nostalgia jacobina

En el colegio me enseñaron que las revoluciones de los siglos XIX y XX llevaron la democracia a los países europeos. Que la soberanía residía en el pueblo, quien voluntariamente se la cedía a sus representantes. Que la misión de estos últimos, por tanto, debía ser defender los intereses del primero (no de una élite, no de una clase o un organismo extranjero).  Que, por todo ello, el poder, por primera vez quizás en siglos, no se sustentaba sobre el miedo, la palabra de Dios o la fuerza, sino en un «contrato» colectivo y voluntario de los ciudadanos.

En mi colegio me enseñaron que todos los votos valían lo mismo para dar voz a ciudadanos igualmente representados. Que ya nadie podía acceder el poder político por razones de herencia o favoritismo: que los representantes debían ser elegidos por la gente. Que así, desde las urnas, era posible cambiar no sólo los gobernantes, sino también las decisiones y hasta el modelo económico (oh, mon dieu!) de un país. Me enseñaron que los políticos eran meros intermediarios, ejecutores de la voluntad de los ciudadanos y su misión era ayudarles a cumplirla. Que, por tanto, no tenían sentido sus mentiras, desprecio, manipulaciones y paternalismos.

En el colegio me enseñaron que la división de poderes era fundamental para esquivar la tiranía. Que sólo así era posible evitar la corrupción política o la arbitrariedad de los jueces. Me enseñaron, además, que la prensa, como «cuarto poder», observaría de cerca a los tres primeros para mantener informado y atento al pueblo soberano. Que las televisiones y periódicos no eran, por tanto, herramientas de entretenimiento, manipulación o propaganda política: que eran el medio de evaluación y diagnóstico de un gobierno por sus jefes; el pueblo. Que, para ello era indispensable garantizar la libertad de expresión de todos y la independencia de los medios.

En el colegio me enseñaron que vivíamos en un país no confesional en el que se defendía los derechos humanos y se perseguía a sus violadores. Un país en el que nadie podía ser discriminado por motivo de su religión, su sexualidad o su opción política. Donde nadie (manda huevos) podía ser juzgado ya por blasfemia. Me contaron que en una sociedad moderna, el progreso era la base de la economía. Que sólo la innovación era capaz de generar riqueza duradera y que, por ello, la ciencia no debía ser considerada un gasto, sino la única inversión de futuro.

Pero siempre fui tan buena alumna que no aprendí a rebelarme contra lo aprendido. Hoy no sé enfadarme más allá de lo que escribo, no sé qué hacer para rescindir el contrato. Y con cada nuevo abuso, cada cabreo mañanero ante el noticiario, sospecho que eso también lo saben. Que la noticia dará paso a la desidia, como un breve drama diluido entre cortes publicitarios, tampoco mucho más real, después de todo. Que valores como justicia, igualdad o democracia son sólo abstracciones también aprendidas; incapaces de sacar a nadie a la calle: que sólo el hambre lo hará, cuando sea más poderosa que el miedo. Pero para eso… también lo saben, aún queda lo suficiente.

Ojalá no supiese que la lucha ya había acabado. Ojalá hubiese algún motivo… para tenernos miedo.

PD/ Ah sí, y… Puig, apúntame en la pizarra, guapo.

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