De la carga de la prueba

Resulta bastante corriente entre los religiosos el hecho de que, cuando se los enfrenta a un ateo, acaben pidiendo a este que demuestre la inexistencia de dios. La réplica preferida por los ateos —entre los que me incluyo— es, por supuesto, que la carga de la prueba recae sobre el que realiza afirmación tan extraordinaria —esto es, que dios existe—, dado que no es posible demostrar la inexistencia de algo.

Yo pensaba que esto era algo muy básico que todo el mundo podía entender. Pero, en mi última discusión con un agnóstico, me he dado cuenta de que no: hay quien no lo tiene tan claro y trata de aportar pruebas de demostraciones de inexistencias. En el caso concreto del enlace anterior, tienen que ver con las matemáticas y con Pasteur. Pero ¿realmente existen tales casos? Vamos por partes.

En matemáticas, es cierto que existen multitud de teoremas que proponen la no existencia de algo (p. ej.: no existen tres números con tales características que cumplan tal otra) y están perfectamente probados. Pero ¿cómo funcionan estas demostraciones en matemáticas? Dado que las demostraciones en negativo son bastante comunes, por desgracia, lo primero que se aprende son las reducciones al absurdo. Esto es, un atajo: asumimos la hipótesis afirmativa —la existencia— y tratamos de demostrarla hasta que llegamos a una imposibilidad o un absurdo. Por tanto, no demostramos la inexistencia en sí, sino que damos un rodeo y vemos que tal camino no tiene salida; por lo tanto, se deduce que el otro camino es el correcto.

El otro caso mencionado se refiere a Pasteur y la generación espontánea. La teoría de la generación espontánea (o autogénesis) era una creencia arraigada desde los tiempos de Aristóteles que sostenía que puede surgir vida compleja a partir de elementos inertes. Existen diversos experimentos que fueron destinados a desterrar esta hipótesis, y el definitivo fue el de Louis Pasteur. Pero ¿de verdad Pasteur probó la inexistencia de la generación espontánea? Respuesta rápida: no. Respuesta elaborada: sigan leyendo.

El experimento de Pasteur consistió (simplificando) en dos matraces con la misma cantidad de caldo de carne hervido para eliminar los posibles microorganismos. En ninguno de los dos matraces había signos de vida, así que cortó el cuello de uno de ellos. El contenido del matraz abierto no tardó en descomponerse, mientras que el del matraz cerrado permaneció sin vida. Con esto, Pasteur demostró que los microbios se originaban a partir de otros microorganismos, y también demostró que en su matraz cerrado con su caldo de carne esterilizado no se originaba nada. Pero realmente no demostró la inexistencia de la autogénesis. Sin embargo, esas pruebas, unidas a la ausencia de pruebas a favor de dicha hipótesis, unidas a lo descabellado de la afirmación, nos es suficiente para desechar la autogénesis como válida.

Así de simple. Lo hace la ciencia constantemente y lo hacemos en nuestra vida diaria por necesidad. Por ello, yo soy tan ateo de cosas como la autogénesis, Caperucita, los dragones o cualquier cosa que puedan imaginar en este momento como lo soy de dios. Lo gracioso es que también piensan así de tales cosas los declarados agnósticos. Pero de dios no. La idea de dios, por alguna extraña razón, sigue gozando de cierto estatus superior.

La historia más absurda jamás contada

Desde hace meses, tenía un artículo aparcado en la carpeta «textos largos que ya leeré mañana…»: hoy, por fin, lo rescato. Y me pena no haberlo hecho antes porque es verdaderamente imprescindible. Se titula La historia más absurda jamás contada, su autor es Diego Lafuente y se publicó en el blog Desde Alfa Centauro. No hagan como yo y empleen diez minutillos en leerlo atentamente ahora mismo.

Soy un ateo convencido. No agnóstico, sino ateo. Niego la existencia de dios. Qué barbaridad, ¿cómo puedes negar la existencia de dios? Demuéstramelo. Parafraseando al gran Richard Dawkins en su legendaria charla de TED de 2002, respondo: no me corresponde a mí demostrar la no-existencia de dios. Sois vosotros, los creyentes, los que tenéis que probar que dios efectivamente existe. Personalmente, yo también niego la existencia de los unicornios, de los centauros y de los concejales de urbanismo honrados. Dios es simplemente una cosa más en la que no creo. Por qué no, yo podría defender la existencia de una cafetera orbitando alrededor de Marte, fundar una religión en torno a eso, acusar de hereje a todo aquél que lo niegue, y además pedirle que justifique esa no creencia con algún tipo de prueba so pena de quemarle en la hoguera. Es curioso que lo de la cafetera sideral le resulte un despropósito a cualquiera con dos dedos de frente, y lo de la religión no. Conozco a unos cuantos eminentes científicos e ingenieros que además son profundamente religiosos. Gente que sabe de la eficiencia del método científico y que le confían a ese método la construcción de aviones, barcos y puentes de los que dependen vidas humanas. Y nunca les falla. Lo sorprendente es que esa misma gente luego trague con las inmensas ruedas de molinos de los dogmas religiosos. Si yo le digo a un físico teórico que he construido una máquina que contradice cualquiera de los principios de la termodinámica, me dirá que es imposible, me lo demostrará en un papel, y ni siquiera me dará la oportunidad de enseñarle mi diseño. Sin embargo si ese físico teórico es además católico en algún momento habrá tenido que tragar y asumir como ciertas cosas como que Jesús de Nazaret nació de una virgen, que hizo milagros que contradecían a la vez varios principios de la termodinámica y que resucitó y ascendió a los cielos, entre otras perlas. Me sorprende tanto rigor para unas cosas y tan poco para otras. Tan meticulosos en unas cosas y tan relajados y permisivos en otras. Sobre todo cuando unas cosas y otras son contradictorias, porque la multiplicación de los panes y los peces y la ley de conservación de la masa no parecen, así a primera vista, demasiado compatibles. Al principio pensaba que estos científicos creyentes eran capaces de distinguir entre mito y realidad, pero me temo que estaba profundamente equivocado. Un creyente no piensa que su religión es un mito. Yo sí que pienso que su religión es un mito, pero ellos no, porque creen en ella. Creo que es muy importante poder distinguir entre mito, parábola y realidad. Poder discernir entre hecho histórico contrastado, ley física probada empíricamente y personaje mitológico más o menos inventado con el objetivo de contar una historieta con moraleja. Se pueden extraer buenos hábitos y buenas enseñanzas de las religiones, incluso sin ser creyente. También se pueden extraer buenas enseñanzas de la trilogía de El Señor de los Anillos, y sin embargo saber que lo que se cuenta ahí realmente no sucedió. Si esto se toma demasiado en serio, se corre el peligro de que alguien llegue a creer de verdad que Gandalf fue un personaje histórico, que Sam, el hobbit, derrotó heroicamente a una araña gigante en la legendaria batalla de Torech Ungol durante su peregrinación anual a Módor, y acabar vendiendo estampitas conmemorando los triunfos de Sam, el hobbit, frente al reino de los artrópodos.

Hace no mucho que regresé de un viaje por Siria y Líbano, los dos países que me quedaban por conocer de Oriente Medio. Hay algo de esa zona del mundo que me atrae enormemente. Posiblemente el mar de contradicciones en el que viven todos y cada uno de sus habitantes. Unas contradicciones que resultarían muy divertidas de no ser por las demoledoras consecuencias políticas y sociales que están teniendo en la zona.

Hay 2 tipos de musulmanes en este mundo: los suníes, que representan al 90% del Islam y los chiíes que son el otro 10%. La principal diferencia entre ambos radica en un sobrino de Mahoma llamado Alí. Los chiíes creían que Alí era el sucesor legítimo de Mahoma, y los suníes no. ¿Ah, no? Pues me escindo. Y ya no te adjunto en Facebook. Desde el año 632 en el que sucedió esto hasta la fecha, no sólo no se han puesto de acuerdo, sino que se han ido distanciando cada vez más hasta el punto de haber provocado guerras por un “quítame de aquí a este sobrino”. Muy parecido a la rivalidad entre el Frente Judáico Popular y el Frente Popular de Judea de La Vida de Brian, pero en macabro. En 1948, la ONU metió con calzador al estado de Israel en lo que los británicos conocían como Palestina. En una especie de Principio de Arquímedes religioso, la entrada de los judíos desplazó a los palestinos (musulmanes suníes en su totalidad) fuera de su recipiente, y muchos de ellos fueron a caer a la cacerola del Líbano. Allí se encontraron con unos simpáticos falangistas cristianos y se lió la de dios es cristo (nunca mejor dicho) desencadenando la guerra civil del Líbano (1975-1990). Moros contra cristianos. Sólo hacía falta soltar una vaquilla por el pueblo. Y esa vaquilla se llamó Israel, que aprovechó la confusión para meter unos pocos tanques en su país vecino con la excusa de ayudar a los cristianos. No es que los judíos se hayan llevado históricamente bien con los cristianos (fueron los judíos los que condenaron a Jesucristo a la cruz e hicieron rico a Mel Gibson), pero entre cristianos y palestinos, la verdad, no parecía haber mucho color. ¿Y los chiíes? Pues ahí está lo sorprendente: en lugar de tomar partido por los suníes (musulmanes como ellos, al fin y al cabo), salieron a la calle a jalear la entrada de los tanques Israelíes, simplemente porque iban a apoyar a los cristianos que iban en contra de los suníes. Están locos estos asirios. Estos mismos chiíes son los que en la actualidad forman Hezbolá, una ONG de carácter ecologista que recoge escombros del Líbano, los mete en un cohete y se los lanza al país vecino para que los recicle. Y vive dios que los reciclan. Los reciclan y los devuelven multiplicados por mil.

Hay una mezquita impresionante en la ciudad vieja de Damasco, la mezquita omeya (los omeyas fueron precisamente los que se cargaron a aquel famoso sobrino de Mahoma, Alí, al que siguen los chiíes). Al lado de esa mezquita hay varios carteles en los que sale Bashar Al-Assad (el cacique local Sirio y posiblemente el tipo más fotografiado del planeta) abrazando a Hassan Nasrallah, secretario general de Hezbolah, chií de pro, y por lo tanto seguidor acérrimo de Alí, al que, repito, se cargaron precisamente los omeyas. Es como si en la plaza de San Pedro hubiese una foto del Papa jugando al parchís con Lutero. Hemos perdido el norte.

Y no se puede decir que al otro lado del río Jordán estén mucho mejor de la cabeza. Es probable que no sea un hecho demasiado conocido, pero cuando David Ben Gurión fundó el estado de Israel en 1948 con el beneplácito de la ONU, encontró sus más rebeldes opositores en…los judíos ortodoxos. ¿Por qué? Siéntense que ésta es de traca. Según la versión de El Señor de los Anillos de los judíos, el estado de Israel se debe refundar sólo después de la llegada del mesías. ¿Y cómo nos enteraremos de la llegada del mesías? Pues muy sencillo: cuando llegue el mesías, se levantarán los muertos que hay enterrados en el Monte de los Olivos (actualmente un cementerio judío), que tras lavarse los dientes entrarán en Jerusalén por la Puerta Dorada, arrasarán la ciudad y, junto con el mesías, reconstruirán el Templo de David donde ahora mismo hay una mezquita refundando así el estado de Israel. Y no ahora, Ben Gurión, que no te enteras. Manda huevos. Con lo sencillo que sería que el mesías se apareciese en Twitter anunciando su buena nueva. Lo cachondo es que los árabes se han tomado en serio esta majadería y, no se lo pierdan, han tapiado la Puerta Dorada de Jerusalén, porque oye, con el jet-lag que van a tener los muertos cuando se levanten, no creo que se pongan a trepar muros. Eso y construir un cementerio árabe al lado del Monte de los Olivos, que muy mal se nos tiene que dar para que llegue el salvador, despierte a los muertos judíos y deje a los árabes durmiendo. Desde luego, cuando llegue el mesías en cuestión, se va a montar la de Puerto Hurraco. En versión zombi. Esto y sólo esto (su oposición a la formación del estado de Israel en el 48) es la razón por la que los ortodoxos son los únicos judíos Israelíes que están exentos de hacer la mili, y que, además, reciben una subvención del estado por pasarse la vida golpeándose la cabeza contra un muro. Hay un estado que paga a sus ciudadanos para que se den cabezazos contra un muro mientras esperan la rebelión de los zombis. Muy fuerte.

Estos chiflados, que resultarían entrañables encerrados en cualquier manicomio, son los responsables de decenas de miles de muertos que se ha cobrado conflicto de Israel con Palestina y que dura ya más de 60 años. Estos tipos se llevan pegando tanto tiempo básicamente por culpa de una piedra. Una piedra que, según El Señor de los Anillos judío, fue donde Abraham intentó sacrificar a su único hijo Isaac como prueba de fe hacia dios, y donde un arcángel sin identificar (sospecho del Juez Garzón) le paró la mano y le puso un cordero donde antes estaba Isaac, porque oye, el caso era matar algo, y es de muy mala educación dejar a Abraham con el hacha en la mano. Encima de esa piedra Salomón construyó su templo, Nabuconodosor lo destruyó y David lo recalificó para que finalmente fueran los romanos los que pusiesen fin a tanta locura especulatoria. Ya es mala suerte que esa misma piedra figure en El Señor de los Anillos islámico como el sitio en el que Mahoma ascendió a los cielos. La misma piedra, no la de al lado. Así que los árabes aprovecharon su paso por la zona para construir una templo islámico encima de la piedra en cuestión y lo rodearon de la famosa esplanada de las mezquitas, de forma que en la actualidad los musulmanes rezan justo encima de donde los judíos se golpean la cabeza. Y todo eso con el beneplácito de la comunidad internacional. Yo personalmente soy partidario de poner esa piedra en órbita y mandarlos a todos a pegarse por ella a la Estación Espacial Internacional.

La religión es una herramienta inventada por el hombre, y que en su día servía para morir más tranquilos, explicar lo inexplicable y dotarnos de cierta transcendencia. La humanidad ha ido evolucionando y la religión no. Su papel se ha ido reduciendo gracias al avance de la ciencia y aunque sigue siendo una herramienta útil para mucha gente hay que saber acotarla para que no se convierta en un boomerang y te acabe partiendo una ceja. Hay que educar muy bien a la gente en las artes profanas y tener mucho cuidado con lo que se cuenta sobre las religiones, porque es muy fácil mezclar a Jesucristo con los elfos, pensar que Gandalf es tan real como Sócrates o Julio César y estropear una sociedad entera cuya única obsesión será encontrar el anillo de poder y llevarlo a Mórdor para destruirlo.

Malaspina vuelve a casa

(Esta anotación se publica simultáneamente en Amazings.es)

La Expedición Malaspina por fin vuelve a Cartagena. Cuesta creer que ya hayan pasado 7 meses desde que embarqué en el Hespérides para acompañarla en su partida. Ayer me sorprendió el 13 de Julio con prisas en el calendario y me acordé, sobre todo, de la dotación: los marineros, cabos y oficiales que han pasado ya 7 meses enteros en alta mar, echando de menos a sus familias, cómo no, pero también una cama amplia o una ducha que no se bambolee incansablemente mientras uno intenta enjabonarse y entonar el «Oh sole mio» al mismo tiempo. Me acordé, sobre todo, de un jovencísimo electricista (qué rabia no recordar su nombre…), totalmente cubierto de tatuajes, que no se cansaba de repetir lo mucho que añoraba a su pareja y a su pequeña hija: hoy por fin podrá verlas. Será un gran día, no sólo para la ciencia.

Pero también, por supuesto, para la ciencia. Durante estos siete meses, la Expedición Malaspina, la mayor expedición marina española de la historia liderada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CISC), ha dado su primera vuelta al mundo. Ha recorrido cerca de 32.000 millas náuticas (unos 60.000 kilómetros). Ha explorado los distintos océanos de nuestro planeta azul. Ha visitado las costas de Río de Janeiro, Ciudad del Cabo, Sidney, Honolulú y Cartagena de Indias entre otras. Ha tomado miles de datos y muestras (con sus correspondientes Nachoetiquetas) de agua, aire, contaminantes y todo tipo de formas de vida, coordinando el trabajo de más de 400 investigadores de todo el mundo y consolidando una impresionante base de datos y muestras llamada muy oportunamente Legado Malaspina, ya que parte de ella quedará reservada para los científicos de dentro de 30 años (esos que ahora están en el colegio).

Y, con todo, el principal viaje de Malaspina aún no ha ni empezado. Aún queda mucho trabajo por hacer: muchas muestras que analizar, muchos datos que extraer, muchos estudios por realizar y muchas teorías que formular. Aún nos quedan por ver todos los descubrimientos que los científicos de la expedición podrán extraer de esta impresionante aventura. Esa será la segunda vuelta al mundo de Malaspina (sin postales, eso sí): la de los nuevos conocimientos aportados por sus investigadores.

Desde aquí me gustaría dar la bienvenida a todos esos científicos, a los estudiantes y los investigadores (con especial cariño para los integrantes del primer leg) y mandarles mucho ánimo para el duro, aunque emocionante trabajo que les espera. Seguiremos de cerca esta segunda parte de su viaje.

¿Es una gráfica o un tablero de «Hundir la flota»?

Ayer, los medios se hicieron eco de un curioso estudio mediante afirmaciones como esta: «La mano habla de tu pene. Cuanto más similares son los dedos índice y anular, más largo es el pene». El dichoso estudio se basa principalmente en el siguiente intento de mostrar una correlación:

Agua. Y ahora, miren fíjamente la gráfica anterior y díganme si no imaginan a un monigote del maestro Ibáñez trazando esa recta con exquisito cuidado…

¿A quién le importa que se funda el Ártico?

(Esta anotación se publica simultáneamente en Amazings.es)

He pasado dos semanas alucinantes recorriendo el Ártico a bordo de la expedición Arctic Tipping Points (un proyecto financiado por el 7º Programa Marco de la UE y el MICINN). Han sido dos semanas llenas de baches, a pesar de la calma irreal de sus aguas (como la de una bañera de mercurio), debido a los altibajos emocionales incesantes día tras días. Y es que la rutina del barco, creo yo, estaba diseñada con inquina: perfectamente planificada para que los tripulantes del Jan Mayen abandonásemos la expedición sin saber si reír o llorar. Cada día, las excursiones matutinas, los paisajes helados, los emocionantes avistamientos de ballenas, osos y morsas… eran sucedidos por conferencias y presentaciones científicas, donde se hacía imposible eludir que todo aquello está desapareciendo ante nuestros ojos. El Ártico, ese lugar encantado que acabamos de conocer, padece un cáncer de los graves. Valdría para un argumento de drama romántico hollywoodiense si no fuese tan real.

Y quizás ese fuese el problema: la realidad de toda esta historia. En altamar, rodeados de pruebas, probetas y  razones, el cambio climático no se deja disfrazar de ficción. No es una película de miedo, un mero entretenimiento, ni siquiera una amenaza, o una noticia emitida durante 2 minutos en el telediario de la sobremesa que cesará en cuanto empiecen los anuncios. En el Ártico, más que en ninguna otra parte, el cambio climático es un hecho: visible e innegable día a día en el deshielo de los glaciares, en la desorientación de los osos polares, en la zona de hielo marginal polar que retrocede hacia un nuevo récord cada año.

Sólo así planteado, como hecho, resulta necesario buscar una respuesta a este problema inminente. De hecho, cada tarde, en las reuniones vespertinas del Jan Mayen, se hablaba de todos estos temas: de la lucha contra el cambio climático, de cómo hacer llegar mejor el mensaje a la sociedad, de cómo conseguir producir cambios significativos; de cómo mejorar el mundo, en definitiva. Eran conversaciones trascendentes, conscientes de su peso, pero sin el menor rastro de escepticismo (para variar).

La actitud habitual ante estos problemas, en cambio, suele ser la negación: en algunos casos porque se niega de entrada que exista el cambio global, un problema más o menos habitual que se soluciona con información. Pero pienso que la mayoría, simplemente, omite el problema. Como dice Carlos Duarte, investigador del CSIC, cambia de canal: bien porque lo considera ajeno o bien porque «tiene las alubias al fuego» y ahora mismo no lo puede atender. Sencillamente, el cambio climático se considera una cuestión menor, perfectamente prorrogable. Un «plus» al comportamiento del buen ciudadano: «no tires las colillas al suelo, cede tu asiento a la anciana de al lado, salva a las ballenas y recicla».

Esta actitud está claramente retratada en un icono del ecologismo como es el oso polar. A fin de cuentas, como se preguntaba uno de los compañeros de la expedición, el director de cine Tom Fernández: ¿para qué sirve un oso?, ¿a quién le importa que se derrita el Ártico? Preservar este tipo de ecosistemas parece una cuestión secundaria, una lucha abstracta por la belleza (siempre nos quedarán los museos con sus fotos), por la conservación de algo que no es útil para nosotros, sino Bueno y Bello en sí mismo quizás, pero perfectamente prescindible. Consecuentemente, se borran del anuncio otros elementos del ecosistema menos «bonitos»: los copépodos, las bacterias, el fitoplancton… independientemente de la función ecológica que puedan cumplir, está claro que tienen peor prensa.

Nada más lejos de la realidad: la lucha contra el cambio climático no es un Bien Moral. Tampoco una cuestión de elegancia o de civismo gratuito, ni la nostalgia de cuatro hippies enamorados de las ballenas. El Bien así planteado es prorrogable porque no tiene consecuencias (Dios perdona los pecados veniales). Todo lo contrario: la lucha contra el cambio climático es necesaria y urgente porque es interesada y egoísta, en el mejor de los sentidos. Lo preocupante de que se deshiele el Ártico no son los hermosos paisajes, ni siquiera los osos, que, a fin de cuentas, pocos afortunados han visto o verán en directo: lo grave es que este delicado punto de inflexión, tan aparentemente alejado de nuestro cálido hogar, implica cambios irreversibles también a nivel global: implica consecuencias directas sobre nuestras vidas, sobre el equilibrio que ha posibilitado el desarrollo de la civilización que conocemos.