
En estas fechas tan señaladas, la televisión se va convirtiendo en ese mundo psicodélico de droga y felicidad con el que soñaría cualquier Teletubbie: los perfumes encharcan las aceras, las burbujas del champán bailotean envueltas en un extraño condón, crecen bombones en las bocas sonrientes, nieva hasta en el Sáhara y todo exhala purpurina o ristras de espumillón. Así que, para no volvernos locos, colocamos el filtro: es Navidad. Asumimos que los creativos se pinchan Prozac por estas fechas (más de lo habitual, vaya) y cambiamos de canal para esquivar sus desatinos siempre que podemos. Lo que me asusta es comprobar que gran parte de esos desatinos van dirigidos a un colectivo que quizás no sea tan hábil para filtrarlos: los niños.
Si la publicidad es manipulación dirigida a los adultos, qué pasa cuando es un niño el que la mama, sin saber para qué sirve, hasta qué punto es una falsedad, sin disponer de un filtro que le permita discernir y catalogar adecuadamente toda esa información. Me preocupan todas esas mañanas muertas ante la tele, las cartas interminables a los Reyes Magos, las cocinitas, los bebés que cagan para las niñas y los supermilitares mortíferos para los niños… Me preocupa que también ellos se conviertan finalmente en consumidores a través de las carteras de sus complacientes y agotados padres. ¿Qué esperanza de cambio cabe cuando esta es la educación que permitimos?
No te preguntes qué tierra dejarás a tus hijos, pregúntate qué hijos dejarás a tu tierra.