Delante del Conservatorio Superior de Badajoz hay una Cafetería llamada Dadá. Es un local popular, repleto a cualquier hora del día de modernitos y modernitas con sus gafas de pasta (igual que las mías, por otra parte), discutiendo sobre la calidad del Opus 35 de Schoenberg, la música aleatoria o el cine independiente. La decoración tiene un punto retro sin perder nunca de vista su «rabiosa actualidad»; los platos y los cubiertos describen formas asimétricas, la presentación de sus menús es impecable, sirven dos decenas de tés distintos… En fin. Todo lo esperable de un lugar llamado Dadá. Pese a todo, y aunque pueda sonar algo cínico es un lugar más que recomendable.
El caso es que hoy, tomándome un chocolate a la naranja en el Café Dadá, discutía con mi hermano sobre cómo Rodolfo Chiquilicuatre, una parodia en sus orígenes sin otra intención que dejar en ridículo el anacrónico y casposo festival de Eurovisión, se había hecho tan popular que la gente había empezado a tomárselo «en serio». Es decir, el «Chiqui Chiqui» es ya, de hecho, la próxima canción del verano y la gente empieza a cantarlo y ponérselo en el móvil, moviendo tanto «merchandising» como podría hacerlo una canción de Bisbal. La diferencia entre ambas no está en su calidad, ínfima en ambos casos, sino en la intención con que fueron ideadas. Mientras la una pretende desde el comienzo «gustar», la otra nació como una burla y como tal tenía valor, pero ahora… que todo el mundo «perrea», que se habla del «estilo freak» y que la gente se entusiasma con Erovisión no ya para ver su caída, sino porque esperaba ganar el concurso, ahora Rodolfo Chiquilicuatre ha perdido todo su sentido.
El caso es que en medio de la discusión me he levantado para ir al baño, y en la puerta del servicio de caballeros había una foto de la «Fuente» de Duchamp, como un elemento más de la «estética» del local. Si Dadá levantara la cabeza… volaría la cafetería. Y es que Dadá justificaba su existencia en la perpetua provocación, la parodia, eludiendo precisamente cualquier objetivo «estético»: Dadá era la negación de la estética. Su fin era destruir el arte, la belleza irreal encerrada en los museos de los burguesitos. Dadá quería destruir el museo, el lienzo, el efecto anestesiante de un arte idealizado y vacío. Y para ello se servía del gesto, no tanto de la «obra». Introducía un elemento «anómalo» en un sistema que funcionaba, pero esa misma anomalía servía para reflejar lo absurdo del sistema. Por tanto no importaba la obra, sino su inclusión en un contexto dado. Así, el retrete de Duchamp, no pretendía emular una idílica fuente, ni perseguía su misma «belleza», sino que, colocado en un museo entre «auténticas» y «hermosas» obras de arte, conseguía ridiculizar, cuestionar y destruir su autenticidad y su hermosura, llenando las idílicas fuentes de un parque burgués, con pis. Pero se entiende que el retrete en cuestión no pretendía sustituir las obras de arte del museo: quería destruir el museo, no contribuir a construirlo, quería negarlo todo, incluso a Dadá.
Por eso no deja de ser una ironía que los museos de arte contemporáneo se rifen el urinario en cuestión. Finalmente el sistema bebió su veneno y se hizo inmune: hoy lo alimenta. Del mismo modo, Rodolfo Chiquilicuatre ha terminado alimentando con su broma el Concurso que caricaturizaba. Su derrota quizás sea una buena señal al fin y al cabo. A lo mejor es que aún se puede «épater le bourgeois» (ahora que no quedan burgueses, ahora que todos somos burgueses). O a lo mejor es que no se ha entendido la broma. O… a lo mejor es que, en efecto, todavía hay gente que de verdad respeta Eurovisión… ¿no creo, no?