Golpe de gracia al Pamplonetario

Lo comentaba ayer por Twitter haciendo referencia a las cuentas del Departamento de Educación del Gobierno de Navarra (@NAVeduca) y del Consejero de Educación, José Iribas (@jiribas):

De los 564 000 euros que recibía el Planetario de Pamplona como subvención, se han quedado unos míseros 50 000 según cifras de la filtración en el diario local: podrían ser menos.

Nadie se ha dado por aludido.

Que no lo sepan los mercados

No hagas ruido, no molestes. No grites cuando folles ni desees demasiado. Que un Español decente no sólo lo es de pensamiento sino que, sobre todo, lo parece.

Que haya pobres, como siempre, pero que no nos manchen las aceras. Que no vengan, con su hambre, a cuestionarnos el paisaje. El hermoso cuento del «mejor de los sistemas posibles». Que el mal gusto no les permita venir a salivarnos encima. Venir a existirnos encima.

Que se casen los gays y que no se enteren sus esposas. Que las mujeres no conozcan el sexo, que no digan clítoris (ssh), que se vayan a Londres si engordan. Que no vengan con su lascivia a recordarnos nuestros muslos. Que se muerdan con fuerza los labios, como la santísima y Virgen, María.

Ve a misa en domingo, complace a tu jefe, teme a tu banco. No protestes a deshora: toma valium si te duele. Deja tu casa ordenadamente y por la puerta. Recuerda que los suicidas no van al cielo.

Y si el espejismo se rompe. Si los indecentes gritan, si nos ensucian la imagen (imago, imaginada), entonces la violencia legítima vendrá a salvarnos. Todo sea por saberlos marginales, perroflautas estridentes, anticuados, huelguistas, «ellos». Todo para que tu vida siga siendo de anuncio: moderadamente satisfecha por el consumo. No menos protagonizada por actores.

Sobre el incremento del voto nacionalista vasco

Estos días veo perplejo cómo la gente se echa las manos a la cabeza por un supuesto gran incremento del voto nacionalista (vasco) en Euskadi. Perplejo porque, sin entrar a valorar si esto es bueno, malo, me parece mejor o peor, yo intuitivamente siempre he percibido bastante estabilidad en ese sentido, pero puedo estar perfectamente equivocado. A este respecto, Josu, de Malaprensa, se ha currado un gráfico interesante que muestra la evolución del voto nacionalista:

No quiero apuntarme un tanto con esto, pero cierto es que resulta satisfactorio cuando la intuición —que tantas veces falla— acierta una.

Hay que españolizar a los españoles

Viñeta de hoy de El Roto – elpais.com

Adoro al ministro Wert. Ese pobre torpe idiota… autor de grandes verdades que sólo la torpeza y la idiotez suficientes pueden dejar salir a la luz. A pocos días del 12 de octubre y en pleno acceso independentista catalán, su última intervención ha sido deliciosa. Mi acidez y las páginas faltas de contenido de todos los periódicos de este país estamos en deuda con él.

El hecho es que Wert tiene toda razón. «Hay que españolizar a los catalanes»… si se quiere que sean «españoles», claro. Es la segunda parte de la frase donde se centra la polémica mediática. Una polémica vacía de significado como lo son los atributos «catalán» o «español». Pero es la primera mitad, la afirmación de Wert desnuda, la que tiene verdadero interés. Porque viene a aclarar que el español no nace, sino que se hace. Y que «se hace» desde la educación formal, una educación que no viene dada espontáneamente por el entorno, sino que debe ser defendida, inculcada y protegida por las instituciones. Como los toros, como el cine español o como el buen catolicismo. Como todas las especies «culturales» en peligro de extinción.

Y es que, en un tiempo caracterizado por la movilidad de las personas y de la información, la idea de que todos aquellos nacidos entre los Pirineos y Gibraltar (o entre los Pirineos y el delta del Ebro) deben tener algo en común, resulta, cuando menos, extraña. Hoy, hasta el último adolescente vallisoletano puede elegir su cultura por Internet, hacerse gótico o rapero, cantar rancheras o aprender gamelán indonesio. Y, probablemente, ese vallisoletano tenga más elementos culturales en común con otro friki, gótico o rapero de Korea, que con la abuela que vive en su casa. ¿Cultura nacional?, ¿y eso, qué coño es? ¿O es que «la Nación» es algo distinto a la suma de los ciudadanos que viven en ella?, ¿o es que tiene que venir a educarnos el PP (o CIU, o el PNV, o Bildu) sobre cómo «hacerse» español (escriba aquí su identidad nacional preferida)?

Los gentilicios son, cada vez más, atributos vacíos. Banderas sin lema que alguien agita de cuando en cuando para convencernos de que el multimillonario patrio es más «hermano» que el inmigrante que busca trabajo. Pero si no lo fueran, si tuviésemos que decidir qué significa «ser español», sería arbitrario preguntarle al PP (CIU, Bildu, PNV…): lo justo sería inferirlo a partir de las decisiones colectivas de los que habitan en estas fronteras. Decisiones, como las de las urnas, las audiencias de televisión o el nivel educativo… Y en tal caso, señor Wert, yo, cada día, me siento un poco más noruega.

Pero aún está a tiempo de convertir a esos pobres niños antes de que se vuelvan «catalanes». Y no se olvide contarles que Dios también es uno, grande y libre.

Nostalgia jacobina

En el colegio me enseñaron que las revoluciones de los siglos XIX y XX llevaron la democracia a los países europeos. Que la soberanía residía en el pueblo, quien voluntariamente se la cedía a sus representantes. Que la misión de estos últimos, por tanto, debía ser defender los intereses del primero (no de una élite, no de una clase o un organismo extranjero).  Que, por todo ello, el poder, por primera vez quizás en siglos, no se sustentaba sobre el miedo, la palabra de Dios o la fuerza, sino en un «contrato» colectivo y voluntario de los ciudadanos.

En mi colegio me enseñaron que todos los votos valían lo mismo para dar voz a ciudadanos igualmente representados. Que ya nadie podía acceder el poder político por razones de herencia o favoritismo: que los representantes debían ser elegidos por la gente. Que así, desde las urnas, era posible cambiar no sólo los gobernantes, sino también las decisiones y hasta el modelo económico (oh, mon dieu!) de un país. Me enseñaron que los políticos eran meros intermediarios, ejecutores de la voluntad de los ciudadanos y su misión era ayudarles a cumplirla. Que, por tanto, no tenían sentido sus mentiras, desprecio, manipulaciones y paternalismos.

En el colegio me enseñaron que la división de poderes era fundamental para esquivar la tiranía. Que sólo así era posible evitar la corrupción política o la arbitrariedad de los jueces. Me enseñaron, además, que la prensa, como «cuarto poder», observaría de cerca a los tres primeros para mantener informado y atento al pueblo soberano. Que las televisiones y periódicos no eran, por tanto, herramientas de entretenimiento, manipulación o propaganda política: que eran el medio de evaluación y diagnóstico de un gobierno por sus jefes; el pueblo. Que, para ello era indispensable garantizar la libertad de expresión de todos y la independencia de los medios.

En el colegio me enseñaron que vivíamos en un país no confesional en el que se defendía los derechos humanos y se perseguía a sus violadores. Un país en el que nadie podía ser discriminado por motivo de su religión, su sexualidad o su opción política. Donde nadie (manda huevos) podía ser juzgado ya por blasfemia. Me contaron que en una sociedad moderna, el progreso era la base de la economía. Que sólo la innovación era capaz de generar riqueza duradera y que, por ello, la ciencia no debía ser considerada un gasto, sino la única inversión de futuro.

Pero siempre fui tan buena alumna que no aprendí a rebelarme contra lo aprendido. Hoy no sé enfadarme más allá de lo que escribo, no sé qué hacer para rescindir el contrato. Y con cada nuevo abuso, cada cabreo mañanero ante el noticiario, sospecho que eso también lo saben. Que la noticia dará paso a la desidia, como un breve drama diluido entre cortes publicitarios, tampoco mucho más real, después de todo. Que valores como justicia, igualdad o democracia son sólo abstracciones también aprendidas; incapaces de sacar a nadie a la calle: que sólo el hambre lo hará, cuando sea más poderosa que el miedo. Pero para eso… también lo saben, aún queda lo suficiente.

Ojalá no supiese que la lucha ya había acabado. Ojalá hubiese algún motivo… para tenernos miedo.

PD/ Ah sí, y… Puig, apúntame en la pizarra, guapo.