Da que pensar…

Siempre me he preguntado, por qué en todas las disciplinas artísticas, el hombre tiende a autorretratarse constantemente. Si recorréis cualquier museo, u os fijáis en las esculturas que decoran las catedrales y demás, comprobaréis que la mayor parte de estas obras plásticas representan figuras de hombres, y muy especialmente, rostros humanos.

Cuando estudiaba Bellas Artes, mi asignatura preferida era Escultura. Trabajábamos principalmente con barro y uno de los ejercicios consistía en hacer una copia lo más exacta posible de un busto original de piedra o yeso. Todos trabajábamos en la misma aula en caballetes contiguos y los bustos a copiar se situaban centrados entre los caballetes, con lo que la sala, amplísima, parecía una especie de campo sembrado de cabezas blancas y marrones sobre bases de madera. El caso es que, una vez finalizado el ejercicio, resultaba más o menos fácil atribuírselo a su autor, porque los rasgos de la figura ¡eran una mezcla de los de la escultura original y los del alumno que había hecho la copia! Es decir, cada escultor, intentando hacer una reproducción exacta, objetiva, de una figura, no había podido evitar autorretratarse un poco. Por supuesto, no se trataba de un autorretrato evidente… era más bien «un aire»: por ejemplo, si el escultor tenía la barbilla demasiado grande, también la tenía su figura o si era una una persona con la cara larga, lo mismo.

Es algo que me llamaba mucho la atención y me ha hecho reflexionar sesudamente sobre la función del arte y sus orígenes. Afortunadamente, no he podido llegar a ninguna conclusión, con lo que aún sigo dándole vueltas al asunto de vez en cuando. Precisamente volvió a mi cabeza el otro día, cuando vi el siguiente vídeo en No puedo creer… Le ponen un pincel en la trompa a un elefante, y no tiene nada mejor que hacer el animalillo que autorretratarse. Aunque en esta ocasión es posible que el mérito sea exclusivamente de los domesticadores, desde luego… da que pensar ¿o no?