Actualización a WordPress 2.5

Ayer por la noche, cuando nadie me veía, actualicé el blog a la nueva versión de WordPress: la 2.5, alias Michael Brecker. Primero, probé en mi propio ordenador, donde tengo una copia del blog (por si las moscas). La actualización resultó indolora, gracias a que tengo pocos plugins y a que mi theme de Enchufa2 (la interfaz, la apariencia, el tema… como queráis llamarlo) soporta perfectamente la nueva versión (ahora caen flores sobre mí ;-) ). Por lo tanto, pasé a realizarla en el servidor, cosechando el mismo éxito. De todas formas, nunca viene mal seguir los sabios consejos de aNieto2k al respecto:

  1. Desactivamos todos los plugins.
  2. Renombramos las carpetas wp-admin/ y wp-includes/ a wp-adminOLD/ y wp-includesOLD/.
  3. Copiamos todo el contenido de la actualización en nuestro servidor. Quedarán sobreescritos todos los archivos menos los de las carpetas antes renombradas (los importantes).
  4. Entramos al panel de administración y nos pide actualizar la base de datos. Aceptamos.
  5. Revisamos los plugins, si algunos requiere actualización, lo actualizamos antes de activarlo.
  6. Disfrutamos de las nuevas mejoras.

Vosotros no notaréis nada diferente en el blog (ese es el objetivo), pero os puedo asegurar que el cambio es grande. Por el momento, con tan sólo escribir esta anotación, ya he visto unas cuantas funciones más que interesantes. También he descubierto un error de poca monta; pero bueno, es lo que tienen las actualizaciones.

Grandes descubrimientos: la inducción electromagnética

A lo largo de la historia, no siempre se ha vislumbrado la importancia de los descubrimientos científicos que se han ido sucediendo. En numerosas ocasiones, ni siquiera el propio descubridor era capaz de predecir el calado de sus investigaciones en el futuro. Un caso claro de esto lo encontramos en la Ley de Faraday (a veces llamada Ley de Faraday-Lenz o Ley de Faraday-Henry) de la inducción electromagnética.

Los fenómenos electricos y magnéticos son bien conocidos desde la antigüedad. De hecho, el filósofo y matemático griego Tales de Mileto fue el primero en describirlos. Se entendían de forma separada y se tardó muchísimo en descubrir que existía una relación entre ellos, lo que dió pie posteriormente a James Clerk Maxwel para crear una teoría unificadora llamada Teoría Electromagnética.

La persona que descubrió esta interacción entre electricidad y magnetismo fue Michael Faraday, físico y químico británico. Se basó en los trabajos realizados por Hans Christian Oersted. El profesor Oersted postuló, apoyado en consideraciones filosóficas, que la electricidad y el magnetismo deberían estar relacionados. Tras muchos experimentos infructuosos, descubrió, casi por casualidad, que una corriente eléctrica era capaz de desviar la aguja imantada de una brújula. Así pues, entre el campo eléctrico que crea la corriente y el campo magnético de la aguja existía algún tipo de relación. Pero fue Faraday quien, con los descubrimientos de Oersted y Ampère todavía recientes, hizo uno de los más importantes descubrimientos de los últimos tiempos.

La genialidad de Faraday radica en que descubrió que era posible la generación de campo eléctrico mediante el campo magnético, algo totalmente novedoso y que a nadie se le había pasado por la cabeza. Su experimento consistía en un circuito representado por una espira conectada a un galvanómetro (medidor de corrientes). Se dió cuenta de que, al introducir un imán en la espira, ¡se generaba corriente en ella! Y no sólo eso, también se dió cuenta de que la corriente era máxima si el polo del imán atravesaba perpendicularmente la superficie marcada por la espira, y aún más, la intensidad de corriente dependía de la velocidad con la que movía el imán: si el imán estaba quieto, no había corriente inducida.

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A Faraday le gustaba montar experimentos en sus clases, y cuando realizó éste ante el público, alguien le preguntó: «¿Y eso para qué sirve?» A lo cual replicó: «¿Para qué sirve un recién nacido?» Una gran respuesta, sin duda. La pregunta del espectador resume perfectamente la visión de la ciencia de mucha gente: «¿Y eso para qué sirve?» Para todo y para nada, depende. Para empezar, debería ser más que suficiente el hecho de adquirir un nuevo conocimiento.

Paradójicamente, ese fenómeno curioso pero aparentemente inútil del que ni siquiera el propio Faraday fue capaz de predecir su importancia, hoy en día domina nuestra vida cotidiana. Se encuentra allí donde dirijamos la mirada, pues es la base de nuestra tecnología, nuestro desarrollo y, en consecuencia, nuestra civilización: generadores eléctricos (ya sean de centrales térmicas, atómicas, hidráulicas, eólicas), motores eléctricos, transformadores (que se encuentran en todos los aparatos eléctricos y electrónicos del hogar), osciladores, baterías, hornos de inducción, etc., etc., etc.

Otro día, hablaremos de Maxwell y de cómo formuló matemáticamente todo este compendio electromagnético en su Teoría Electromagnética, la cual no fue aceptada hasta después de su muerte.

Da que pensar…

Siempre me he preguntado, por qué en todas las disciplinas artísticas, el hombre tiende a autorretratarse constantemente. Si recorréis cualquier museo, u os fijáis en las esculturas que decoran las catedrales y demás, comprobaréis que la mayor parte de estas obras plásticas representan figuras de hombres, y muy especialmente, rostros humanos.

Cuando estudiaba Bellas Artes, mi asignatura preferida era Escultura. Trabajábamos principalmente con barro y uno de los ejercicios consistía en hacer una copia lo más exacta posible de un busto original de piedra o yeso. Todos trabajábamos en la misma aula en caballetes contiguos y los bustos a copiar se situaban centrados entre los caballetes, con lo que la sala, amplísima, parecía una especie de campo sembrado de cabezas blancas y marrones sobre bases de madera. El caso es que, una vez finalizado el ejercicio, resultaba más o menos fácil atribuírselo a su autor, porque los rasgos de la figura ¡eran una mezcla de los de la escultura original y los del alumno que había hecho la copia! Es decir, cada escultor, intentando hacer una reproducción exacta, objetiva, de una figura, no había podido evitar autorretratarse un poco. Por supuesto, no se trataba de un autorretrato evidente… era más bien «un aire»: por ejemplo, si el escultor tenía la barbilla demasiado grande, también la tenía su figura o si era una una persona con la cara larga, lo mismo.

Es algo que me llamaba mucho la atención y me ha hecho reflexionar sesudamente sobre la función del arte y sus orígenes. Afortunadamente, no he podido llegar a ninguna conclusión, con lo que aún sigo dándole vueltas al asunto de vez en cuando. Precisamente volvió a mi cabeza el otro día, cuando vi el siguiente vídeo en No puedo creer… Le ponen un pincel en la trompa a un elefante, y no tiene nada mejor que hacer el animalillo que autorretratarse. Aunque en esta ocasión es posible que el mérito sea exclusivamente de los domesticadores, desde luego… da que pensar ¿o no?