La blasfemia es el único lenguaje que de verdad conocen todos los programadores.
(Sexto postulado sobre la programación de Troutman. Más tonterías no menos ciertas en la página correspondiente de Wikiquote.)
La blasfemia es el único lenguaje que de verdad conocen todos los programadores.
(Sexto postulado sobre la programación de Troutman. Más tonterías no menos ciertas en la página correspondiente de Wikiquote.)
Iñaki se ríe de mí por culpa de mis fobias. Dice que tengo un miedo irracional a las arañas y a los burócratas. Pero no estoy del todo de acuerdo. Mientras mi temor por esas bestias del diablo con ocho patas (que, como mucho, pueden asesinarte y atraparte en un sudario de seda) podría considerarse un poco exagerado, pienso que mi miedo al personal de administración en general está perfectamente justificado: esos seres sí que pueden joderte la vida o, de entrada, amargártela mucho.
Y es que en su mundo, cualquier cosa es posible: un día te dejan sin carrera por culpa de una fecha incorrecta o pierdes una beca de 4500 € a falta de una firma en el recuadro 3 (que dices tú: ¡coño! ¡qué pedazo de autógrafo!). En este extraño contexto, sencillamente, los efectos jamás siguen de forma lógica a las causas. Es decir: la burocracia es magia. De la negra, añadiría.
Y todo esto os lo cuento porque estoy hasta las coletas de que unos seres rodeados de tampones y montañas caóticas de folios, retengan mi título de licenciada, impidiéndome así poder ir a hablar con otros seres tamponiles a gestionar nuevos trámites absurdos (a lo tonto, quizás me estén haciendo un favor). El 21 de junio hice mi última entrega: virtualmente «terminé» la carrera. Pues bien, desde entonces llevo pegándome por turnos con los distintos responsables de: 1) subir mis notas al expediente de Granada (sólo tardaron una semana, tiempo récord); 2) firmarlas (otros 10 días: creo que tuvieron que esculpir la firma en mármol o algo así); 3) mandar esos numeritos a Madrid; 4) subir esos mismos numeritos al expediente de Madrid. ¿Sencillo no? Pues ya ha pasado un mes y sin resultados.
Y es que hace dos semanas cometí el grave error de desentenderme de todo este proceso, dando por hecho que los dos últimos pasos eran triviales. Era cuestión de esperar a que mis notas firmadas llegasen a Madrid. El martes, alarmada por la lentitud de Correos (tardan como un millón de veces más que Gmail), decidí llamar por teléfono a las secretarías de Madrid y Granada para ver en qué había quedado la cosa: «Hola Madrid, ¿tienen mis notas?» (no), «Granada, ¿han mandado mis notas?» (sí), «Madrid ¿pueden haber perdido mis notas? ¿han mirado bien debajo de la cama?» (no y sí respectivamente), «Granada, ¿adónde han enviado las notas?». Tras 20 llamadas consecutivas y cuando ya empezaba a sentirme como aquella niña fea del colegio que siempre hacía de Celestina pasando las notitas de los demás en clase, conseguí enterarme: al parecer es probable que el dichoso documento siga perdido en algún buzón de Correos porque el responsable de secretaría de la facultad de Granada no apuntó bien la dirección de Madrid. De risa. Sin embargo, en un último momento de debilidad, cometí otro grave error: cansada de «pasar notitas», decidí facilitar a los responsables de estas gestiones sus respectivos teléfonos. Y sí, lo considero un grave error, ya que ahora no tengo control sobre la información que intercambian. Ciertamente, les creo capaces de perder el número, de comerse el cable del teléfono o de confundirse y gestionarlo todo con el de la pizzería por error. Hasta tal punto ha llegado mi paranoia.
Y sin embargo, no tengo nada en contra del personal de secretaría. Jamás se me ocurriría levantarles la voz (como no se me ocurriría levantarle la voz a Saruman, por otra parte). Son sólo humanos que gestionan mil millones de papeleos de mil millones de alumnos burocratofóbicos como yo al día. Es lógico que tarden y que cometan errores. Pero digo yo… coño, a estas alguras del siglo XXI ¿no hay una forma mejor de hacer las cosas? En serio, no hace falta una inteligencia creativa para pasar unas notas a un expediente, poner un garabato y mandarlas a otra ciudad. Debería ser algo trivial y automático. Por favor: ¡ingenieros, científicos!, ¡futuros estudiantes del PFC!, ¡gente capaz e inteligente en pos de un mundo mejor! ¿Para cuándo un personal robótico para la administración de este tipo de gilipolleces? Ya estáis tardando demasiado.
Desde hace ya bastante tiempo, anda circulando por Internet un texto bastante extenso y pretendidamente científico (con numerosas citas a supuestos estudios) titulado de la misma forma que el presente artículo: Los peligros ocultos de cocinar en microondas. Con una simple búsqueda, pueden encontrar innumerables copias, tanto del artículo original en inglés como de su traducción (bastante cochambrosa, por cierto) al castellano (aquí hay una, por ejemplo).
Pues bien, en el fantástico blog El Tamiz, su autor, Pedro, ha realizado una perfecta disección [¡peligro!, ¡artículo largo!, ¡leer cansa!] de indispensable lectura de este texto —Pedro es más correcto en las formas, pero yo no lo voy a ser— falso, falaz, magufo y tendencioso, lleno de invenciones y citas a artículos inexistentes o de nula calidad científica. La conclusión es clara, y un lector mínimamente avispado la intuiría tras leer las dos primeras frases del artículo original:
Mi conclusión, por lo tanto, es que el artículo no tiene la menor base científica creíble y que contiene las suficientes incorrecciones o manipulaciones para que, además, desconfíe de cualquier otro texto escrito por los mismos autores si me lo encuentro en el futuro. Tiene varias características de texto pseudocientífico y así lo calificaría yo.
Anciano: En la iglesia dicen que hay que perdonar.
Creasy: El perdón es entre ellos y Dios. Yo les facilito la entrevista.
Resulta bastante corriente entre los religiosos el hecho de que, cuando se los enfrenta a un ateo, acaben pidiendo a este que demuestre la inexistencia de dios. La réplica preferida por los ateos —entre los que me incluyo— es, por supuesto, que la carga de la prueba recae sobre el que realiza afirmación tan extraordinaria —esto es, que dios existe—, dado que no es posible demostrar la inexistencia de algo.
Yo pensaba que esto era algo muy básico que todo el mundo podía entender. Pero, en mi última discusión con un agnóstico, me he dado cuenta de que no: hay quien no lo tiene tan claro y trata de aportar pruebas de demostraciones de inexistencias. En el caso concreto del enlace anterior, tienen que ver con las matemáticas y con Pasteur. Pero ¿realmente existen tales casos? Vamos por partes.
En matemáticas, es cierto que existen multitud de teoremas que proponen la no existencia de algo (p. ej.: no existen tres números con tales características que cumplan tal otra) y están perfectamente probados. Pero ¿cómo funcionan estas demostraciones en matemáticas? Dado que las demostraciones en negativo son bastante comunes, por desgracia, lo primero que se aprende son las reducciones al absurdo. Esto es, un atajo: asumimos la hipótesis afirmativa —la existencia— y tratamos de demostrarla hasta que llegamos a una imposibilidad o un absurdo. Por tanto, no demostramos la inexistencia en sí, sino que damos un rodeo y vemos que tal camino no tiene salida; por lo tanto, se deduce que el otro camino es el correcto.
El otro caso mencionado se refiere a Pasteur y la generación espontánea. La teoría de la generación espontánea (o autogénesis) era una creencia arraigada desde los tiempos de Aristóteles que sostenía que puede surgir vida compleja a partir de elementos inertes. Existen diversos experimentos que fueron destinados a desterrar esta hipótesis, y el definitivo fue el de Louis Pasteur. Pero ¿de verdad Pasteur probó la inexistencia de la generación espontánea? Respuesta rápida: no. Respuesta elaborada: sigan leyendo.
El experimento de Pasteur consistió (simplificando) en dos matraces con la misma cantidad de caldo de carne hervido para eliminar los posibles microorganismos. En ninguno de los dos matraces había signos de vida, así que cortó el cuello de uno de ellos. El contenido del matraz abierto no tardó en descomponerse, mientras que el del matraz cerrado permaneció sin vida. Con esto, Pasteur demostró que los microbios se originaban a partir de otros microorganismos, y también demostró que en su matraz cerrado con su caldo de carne esterilizado no se originaba nada. Pero realmente no demostró la inexistencia de la autogénesis. Sin embargo, esas pruebas, unidas a la ausencia de pruebas a favor de dicha hipótesis, unidas a lo descabellado de la afirmación, nos es suficiente para desechar la autogénesis como válida.
Así de simple. Lo hace la ciencia constantemente y lo hacemos en nuestra vida diaria por necesidad. Por ello, yo soy tan ateo de cosas como la autogénesis, Caperucita, los dragones o cualquier cosa que puedan imaginar en este momento como lo soy de dios. Lo gracioso es que también piensan así de tales cosas los declarados agnósticos. Pero de dios no. La idea de dios, por alguna extraña razón, sigue gozando de cierto estatus superior.