A raíz de un debate en Maikelnai’s blog sobre los «beneficios» de la religión, que ya tanto hemos mencionado por estos lares, he estado intentando documentarme sobre un tema que, para mi sorpresa no debe ser muy conocido: la teoría evolutiva aplicada a las religiones. Recopilo lo que ya he escrito en un comentario de esa discusión, pues me parece interesante y quisiera conocer vuestra opinión al respecto.
Es innegable que todas las civilizaciones han tenido sus propios dioses y que éstos han sufrido una evolución paralela a la de la sociedad que los veneraba. Existen discusiones sobre el posible origen de la religión, pero se tiende a proponer una primera etapa mágica asociada a los fenómenos de la Naturaleza: esto se conoce como animismo.
En una segunda etapa evolutiva, el hombre “abstrae” estas fuerzas mágicas en forma de dioses y les atribuye características antropomórficas: es el politeísmo. Las características de los distintos dioses, su jerarquía, sus poderes, se corresponde con el entorno geográfico, el orden social etc. que rige cada civilización. Así, por ejemplo, es común el culto al sol, fundamental para sociedades fundamentalmente agrícolas (egipcios, mayas) y existen también dioses exclusivamente locales (los egipcios adoraban al río Nilo si mal no recuerdo).
Cuando el culto a uno o varios dioses del panteón predomina frente al resto (por ej. Zeus para los griegos), hablamos de Henoteísmo.
La cuarta etapa, por tanto, parece llegar de forma bastante lógica. Es el monoteísmo. Como vemos, históricamente el monoteísmo suele ser posterior al politeísmo. Dentro del monoteísmo surgen a su vez varias etapas: en un primer estadio, dios se presentaría como una figura paterna, todopoderosa, caprichosa e iracunda: es el dios del Antiguo Testamento, el dios castigador que ordena a Abraham matar a su hijo para probar su fidelidad. El dios que es tan fácilmente criticable. Este dios no tiene por qué ser bueno o racional, no está obligado a seguir sus propias reglas y el hombre no tiene mayor razón para someterse a su voluntad que el hecho de que tal dios es infinitamente superior y poderoso. El hombre sólo puede obedecer sus caprichos seguirlos ciegamente sin cuestionarlos guiado por el temor. En un segundo estadio, dios se vuelve una figura más abstracta. Es el dios del amor, el dios que nos habla del perdón, el que “crea el universo” no con sus manos, sino como un motor primero que justifica y da origen a todo lo demás, es el dios que da sentido a las dudas que no podemos resolver. En este sentido, el protestantismo (s.XVI) defendió que cada creyente debía llevar a cabo su propia interpretación de los textos sagrados.
Por tanto, el quinto estadio, el deísmo, se hace inevitable. Este dios abstracto se vuelve cada vez más personal y múltiple según cada cual. Para algunos se identifica con la Naturaleza, otros creen que es pura energía, el origen de la fuerza, lo que sea. Ese “algo” que falta. El sentido de las cosas. La respuesta. (42)
Por último, la evolución de la religión culmina con el agnosticismo y por fin, el ateísmo, cuando los hombres no precisan de un dios para ordenar o dar sentido a sus vidas. El hombre ha madurado y por fin, es autónomo.
Al parecer, la psicología evolutiva (Piaget, Hohlberg), define etapas sincrónicas a las recién descritas en la evolución personal de cada individuo. En una primera etapa, el niño tendría una visión egoísta y hedonista de su entorno asociada al animismo. En una segunda etapa, requeriría figuras de autoridad como los dioses del politeísmo/monoteísmo. En su madurez, podría prescindir de estas figuras de autoridad y ser responsable por sí mismo. Esto coincidiría con mi experiencia personal también descrita en el blog de Maikel Nai. De pequeña era cristiana, bastante sinceramente. Primero temía a la muerte y me consolaba pensando que si era buena no iría al infierno (dios castigador). Posteriormente Jesús se me hizo un poco barbudo y le pasé el relevo a mi ángel de la guarda, que me ayudaba a entender qué sentido tenía lo que hacía (dios personal). Cuando me di cuenta de que estaba hablando conmigo misma, decidí definirme como agnóstica, pero me inventé a “Alyiuri”, un «algo» que me permitía explicar por qué era “consciente de mí misma” y por qué era “libre”. Deísmo. Llegado el momento, ni siquiera Alyiuri me hizo falta, porque ya no temía no ser importante. Ateísmo.