Si hay algo que agradecer a las democracias occidentales es que sus dirigentes, para hacer lo que les sale de los huevos, tienen mucho más estilo que en Irán. Muy sonado fue el caso de las elecciones presidenciales del año 2000 en EEUU. Pero, para el colmo de la elegancia, yo me quedo con lo que está pasando en Europa y el Tratado de Lisboa.
Supongo que recordaréis aquel texto que hace unos años nos vendieron como la «Constitución Europea». Lo que algunos no sabréis es que aquel texto, de Constitución tenía poco: jamás se eligió una Asamblea Constituyente para que lo redactara, y, de sus 436 artículos, la mayoría (a partir del artículo 115 aprox.) se refieren a cuestiones de índole económica y política que no debería incluir una verdadera constitución. Estos artículos a los que me refiero estaban incluidos en la tercera parte del texto: curiosamente, la parte omitida en la versión resumida de la «Constitución» que dejaron en nuestros buzones, la misma cuyos artículos jamás aparecieron por la tele, entre niños sonrientes y globos de colores. Aquel texto, aquella «carta otorgada», era únicamente un Tratado más, de los que los dirigentes de la UE suelen firmar sin consultar a nadie. Solo que esta vez, por aquello del márketing, supongo, decidieron disfrazarlo de algo que suena mucho mejor, una «Constitución para Europa». En este sentido, la portada de la versión editada por el Gobierno Español resulta paradigmática, un auténtico poema visual: ¿quién iba a querer fijarse en la letra pequeña?.
En cualquier caso, ya es un poco tarde para quejarse de aquella chapucera campaña. El hecho es que aquel texto se vendió como una Constitución y, por aquello de ser coherentes, muchos gobiernos decidieron someterlo voluntariamente a referéndum en sus respectivos países (voluntariamente, insisto, pues al no tratase de una Constitución sino de un Tratado, la mayoría lo aprobaron por la vía parlamentaria). Craso error: el texto fue rechazado por Francia y Holanda, y los dirigentes de la UE se tuvieron que quedar sin su juguete nuevo… al menos por un tiempo, claro.
El Tratado «constitucional» murió y apuesto a que ninguno de vosotros volvió a oír hablar de él. Pero, milagrosamente, resucitó al tercer día, con un nombre nuevo al que se le dio mucha menos publicidad: El Tratado de Lisboa. Esta vez, ya sin pijadas, llamando a las cosas por su nombre, todos los países decidieron aprobarlo en sus respectivos parlamentos, sin preguntarle a nadie, como ya venía siendo costumbre en la Unión. Todos los países, menos uno: Irlanda decidió que el texto era demasiado importante como para aprobarlo de tapadillo y quiso refrendarlo. De nuevo, un lamentable error: el electorado irlandés decidió votar en contra del tratado.
Los dirigentes se habían vuelto a quedar sin su juguete, solo que esta vez, la que decía no era Irlanda y no Francia. El incordio era un sólo país y más bien poco relevante, así que no merecía la pena volver a repetir todo el proceso (debió costarles idear otro nombre diferente para el mismo Tratado). No, en Irlanda harán las cosas a las bravas: pretenden, sencillamente, repetir el referéndum, (hasta que salga lo que ellos quieran, supongo). Para maquillar un poco el asunto y que el gobierno irlandés pueda venderle mejor la moto a su electorado, han añadido algunas comas al texto (tres «anexos», para ser más exactos), pero, esencialmente, sigue siendo lo mismo. Con lo cual, yo me pregunto: ¿Qué parte del NO no han entendido?