¿Alguien me lo explica?

«El aborto despenalizado hay que entenderlo como una forma de violencia machista».

¿¿Lo qué?? Leo esta frase de Benigno Blanco, presidente del Foro Español de la Familia en un titular de Público y me pregunto cómo pensará este buen hombre que se llevarán a cabo los abortos: ¡Nadie va a tirar a las embarazadas por las escaleras, caballero! Pero un párrafo más abajo descubro que su razonamiento, siendo más enrevesado, no resulta más inteligente. Según Blanco:

«Una ley que despenalice el aborto al final lo que hace es que los hombres puedan desentenderse de las consecuencias de su conducta sexual y dejen en manos de las mujeres todos los problemas, si abortan, porque abortan, y si no lo abortan, porque son ellas las que deciden tenerlo, y por eso lo que es machista es el aborto, y no lo es defender la vida».

Claro, porque como todo el mundo sabe, si una mujer hoy en día se queda embarazada, el pringao de turno está obligado a desposarla y preferiblemente mantenerla hasta que la muerte los separe. De hecho, las mujeres sólo quieren fornicar para quedarse embarazadas y así poder retener al macho de turno. La mayoría le hacen agujeritos a los condones cuando no las miran (¡cuidado machos!). En cambio, si existiera la posibilidad de abortar, los hombres podrían escapar de la terrible trampa: no tendrían que elegir quedarse con la mujer ¡por ella misma! Las relaciones tendrían que basarse en el amor o cosas por el estilo, desaparecerían los matrimonios forzosos que tanta felicidad han brindado a los cónyuges de esta España de dios. La despenalización del aborto es una medida machista porque es una medida para los hombres: todos llevarían abortar a sus amantes (¡cómo iban a tomar ellas solas una decisión así!), y liberados por fin de la carga moral de su prole, harían que la familia y la raza española se extinguiesen para siempre. Dios no lo quiera…

La revolución ya no es posible (3)

A los 16, yo iba a ser Presidenta de España. Éso como primer paso para cambiar el mundo, claro. Podéis pensar que la mayoría de los adolescentes tienen más o menos las mismas expectativas, pero mientras la mayoría conciben la posibilidad de que esto no suceda, en mi caso la convicción era tan rotunda, tan innegable, que haber dudado de ella por un instante hubiese supuesto una traición imperdonable a mí misma. En cierto sentido, esa traición toma forma y se materializa en estas palabras que ahora escribo (no sin cierta tristeza), pero sé que se ha fraguado durante años a partir de experiencias que según se mire, me hicieron madurar o me desilusionaron y derrotaron. A estas alturas, ¡mierda!, yo también soy una cínica.

Los ecos del Congreso

Sin duda, una de esas experiencias aunque no la única, fue la visita al Congreso de los Diputados, impulsada por mi profesor de Filosofía de primero de Bachillerato. Os podéis imaginar el panorama:

Mientras un diputado se dirigía a la Cámara desde su atril, el 90% de los escaños permanecía vacío. Del restante 10%, la mitad de los diputados leía ditraídamente el periódico y otros tantos hablaban entre ellos o utilizaban sus teléfonos móviles. Claro, a nosotros, dieciseisañeros ilusos e inexpertos, se nos cayó el alma al suelo. Más tarde nos explicaron que en general sólo iba un diputado de cada partido a las sesiones, pues gracias a la disciplina de voto, que hubiese 50 pares de orejas escuchando un debate resultaba redundante cuando todas iban a opinar lo mismo. Pero entonces, me pregunto: ¿Para qué tanta pantomima? ¿Para qué fingir un debate parlamentario, con sus discursos a favor, en contra, enmiendas etc. si realmente nadie escucha a nadie, si todo está decidido de antemano, si cada partido ya sabe lo que votará? ¿Por qué mantener el protocolo, la forma, cuando ya no existe ningún contenido?

Recientemente, la desidia de los diputados ha comenzado a aparecer en los medios a partir del gran absentismo de los diputados durante la sesión de control al Gobierno del pasado 29 de octubre. Parece que los problemas no existen hasta que no salen en la tele. Y entonces cobran ese sutil aire irreal e irrelevante, que les permite aparecer entre anuncios de Ariel y ficciones de culebrón. Pero el absentismo señorial no es nuevo, ni se terminará cuando los periódicos ya no hablen de él. Tan seguros están los diputados, que no sólo no corrigen su actitud, sino que se pavonean y se mofan ante el justamente defraudado ciudadano, mientras a éste no le queda más remedio que pagar y callar.