Llevo tiempo sin escribir. No es que quiera excusarme, más bien regodearme en vuestra envidia: desde que comenzaron mis merecidas vacaciones no he parado de dar brincos a lo largo y ancho de la geografía española y sólo ahora, a mediados de Julio, me ha parecido oportuno sentarme frente al ordenador.
El caso es que hace un par de semanas, uno de estos brincos dio con mi toalla en una playa de Salobreña, provincia de Granada. Biquini, sol y a revolcarse por la arena. La próxima vez que nazca prometo ser un pez feliz. Una amiga del Conservatorio patrocinaba mis vacaciones en el mar y todos los días acudíamos hasta la orilla con algunos amigos más. Pero un miércoles cualquiera se me ocurrió sacar la cámara de fotos. Veréis, se da la extraña casualidad de que todas mis amigas son, sin excepción, bellísimas, por lo que rara vez dejo pasar la ocasión de robarles alguna imagen. Cual fue mi sorpresa al descubrir que Anita se negaba en redondo a salir en las fotos «hasta no llevar puesto maquillaje». Pelirroja, ojos claros, esbelta, con una piel impecable. Se sentía tan avergonzada de su imagen que tenía que esconderse detrás de ochocientos potingues, antes de ser retratada. La anécdota y mi tristeza se deshicieron en intentos por subirle la autoestima, pero al poco se revelaron infructuosos así que, con mi música a otra parte, volví rauda a revolcarme por la arena. La próxima vez que nazca prometo ser un pez feliz.
La imagen verdaderamente deprimente de la tarde, sin embargo, no la protagonizaron Anita y su supersticiosa fe en la cosmética, sino su hermana Teresa de 16 años: otra bellísima mujer, quizás no tanto como la propia Anita, que a pesar de ello debe pasar más tiempo en la peluquería que en su propia casa. Me dio un cursillo acelerado sobre todos los tipos de tintes habidos y por haber, puesto que, para su sorpresa, yo los desconocía. El caso es que al recoger nuestras cosas y meternos en el coche, lo primero que hizo Teresa, no sin cierta ansiedad, fue pringarse el pelo con espuma. Lo segundo, sacar un bote de maquillaje y una esponja, y cubrirse toda la cara con una plasta marrón. Su piel apenas había respirado unas horas, todavía llevaba el biquini mojado… y lo primero que hacía en cuanto tenía ocasión era volver a disfrazarse, a ocultarse, a desvirtuar lo antes posible su auténtica apariencia.
Todo esto me lo ha recordado una noticia que leo en No Puedo Creer: «Una niña de 11 años gasta 400 euros al mes en maquillaje». Supongo que a esa edad se puede ser tan frívolo como uno quiera, lo verdaderamente dramático es el cociente intelectual de la madre de la criatura: su mayor ilusión es que la niña sea famosa. “La gente dice que se parece a Barbie”, comenta orgullosa. Lo cual demuestra que nadie educa en el machismo mejor que una madre.
En fin, lo llamo machismo… No, puede que ya ni eso. Tiendo a identificarlo así porque sin duda es a las mujeres a quienes más afecta la esclavitud de la imagen. Porque a muchas se las sigue juzgando exclusivamente por esa imagen. Porque el mejor piropo que le puedes soltar a una mujer sigue siendo «guapa», como si en ello radicara su mayor valor. Así estamos, que el subnormal que gobierna Italia flirtea con otras diputadas y nombra a una ministra cuyo único (dudoso) mérito es haber sido Miss y cocinar bien sushi. Allí las mujeres no son profesionales, son parte de la decoración del Parlamento, se trata por tanto de una cuestión machista. Pero en el resto del mundo, en un momento en que prolifera la anorexia también entre los hombres, en que no hay foto en una revista que se salve de la censura del PhotoShop, cabe preguntarse cuándo el ideal estético ha dejado de corresponderse con la realidad. Cuándo las mujeres de la calle (cada vez más los hombres de la calle), dejamos de ser atractivos, cuándo nos enamoramos todos del mismo anuncio publicitario.
Sin embargo, creo y defiendo que el ideal, que el irreal, no aguantará. Construido con trozos de realidad, volverá a recaer sin duda sobre sus orígenes y el hombre de cada día será de nuevo su referente. Este siglo de cosmética, este cosmos que se maquilla, acabará por derrumbarse cuando el hombre se asquee de comer pintalabios y añore la textura blanda y germinal de la saliva.