Las pruebas de la evolución

Me ha encantado este texto de Dawkins sobre las evidencias que respaldan la teoría de la evolución. Al parecer forma parte de su nuevo libro, The Greatest Show on Earth: The Evidence for Evolution. Os traduzco el fragmento que me ha parecido más significativo, pero espero que os pique la curiosidad y leáis también el resto (en inglés, eso sí): habla del «eslabón perdido» y otros mitos interesantes.

Los creacionistas están profundamente enamorados del registro fósil, porque les han enseñado (otros evolucionistas) a repetir una y otra vez el mantra de que está lleno de «lagunas»: «¡muéstrame los «intermedios»!». Imaginan ingenuamente (muy ingenuamente) que estas «lagunas» son una vergüenza para los evolucionistas. De hecho, tenemos mucha suerte de que quede algún fósil en absoluto, y aún más, las cantidades masivas que hoy nos sirven para documentar la historia de la evolución —muchos de los cuales, bajo cualquier criterio, consituyen bonitos «intermedios»—. No necesitamos fósiles para demostrar que la evolución es un hecho. Las pruebas de la evolución serían totalmente sólidas incluso si ningún cadáver hubiese quedado fosilizado. Es una ventaja añadida que además contemos con ricos yacimientos fósiles que explorar, y cada día se descubren más. Las pruebas fósiles de la evolución son contundentes en muchos grupos significativos de animales. No obstante, existen, por supuesto, lagunas, y los creacionistas las adoran de forma obsesiva.

Usemos la analogía de un detective que regresa de la escena de un crimen sin testigos. El barón ha sido asesinado de un disparo. Las huellas digitales, las pisadas registradas, el ADN extraído de un rastro de sudor en el arma, un sólido móvil, todo apunta al mayordomo. Es un caso fácil y, tanto el jurado como todos los presentes en el juzgado, están convencidos de que el mayordomo lo hizo. Pero una última prueba es descubierta justo a tiempo, antes de que el jurado se retire a deliberar lo que parecía un inevitable veredicto de culpable: alguien recuerda que el barón había instalado cámaras antirrobo. Conteniendo la respiración, el tribunal visiona las cintas. Una de ellas muestra cómo el mayordomo abre la cómoda de la despensa, saca una pistola, la carga y sale sigilosamente de la sala con un brillo malévolo en sus ojos. Cabría pensar que esto refuerza el caso en contra del mayordomo aún más. Veamos qué sucede a continuación, sin embargo. El abogado defensor, señala astutamente que no había ninguna cámara en la biblioteca donde se cometió el crimen, ni tampoco en el pasillo que conduce a ella desde la despensa del mayordomo. «¡Hay una laguna en la grabación de vídeo! No sabemos qué sucedió después de que el mayordomo abandonase la despensa. Evidentemente, no hay pruebas suficientes para condenar a mi cliente».

En vano señala el fiscal que había una segunda cámara en la sala billar que muestra, a través de la puerta abierta, al mayordomo, con la pistola preparada, avanzando de puntillas por el pasillo hacia la librería. ¿Posiblemente esto rellena el hueco de la cinta de vídeo? Pues no. Triunfal, el abogado de la defensa se saca un as de la manga. «No sabemos qué pasó antes o después de que el mayordomo pasase frente a la puerta de la sala de billar. Ahora hay dos lagunas en la grabación de vídeo. Señoras y señores del jurado, esto no hace sino reforzar mi argumentación. Ahora hay incluso menos pruebas en contra de mi cliente que antes».

(Vía: Menéame)

La Santidad del Arte

Hace tiempo, enlazamos una conferencia de Fernando Savater en la que lanzaba una idea bastante interesante:

La religión, si decimos que es falsa cuando habla de hechos, lo decimos en el sentido de que no se puede aceptar como explicación de ningún hecho una teoría que no puede ser desmentida por ninguna circunstancia real. No hay nada en el mundo que pueda pasar que no pueda ser explicado por la religión. Por eso la religión es falsa, como explicación de los hechos.

Por algún camino incierto, la idea terminó germinando en mi cabeza hasta ir a parar al mundo del arte. Quizás el paralelismo quede forzado o cómico, pero viene a decir algo así: la teoría del arte no puede ser aceptada como explicación de los hechos que acontecen en los museos y galerías de arte contemporáneo, puesto que no hay nada en el mundo real o imaginario, que, convenientemente situado en dichas galerías, no puediese ser explicado como arte. O, dicho de otra manera, ahora que todo (absolutamente todo), puede ser arte, deberíamos sospechar que nos la están metiendo doblada.

La idea me ha venido a la cabeza a partir de uno de los argumentos más utilizados para denostar ciertas obras de arte contemporáneo: «Esto lo pinta hasta mi primo de 5 años»… como si eso fuese un impedimento para el arte, un contrasentido evidente. Lo que el argumentador no sabe es que, de hecho, hay crías de 2 y 4 años o menos, que venden sus obras por cientos de miles de dólares. Quizás el argumentador recurra entonces a seres cuya inteligencia se considera incluso inferior a la de un bebé: «Esto podría hacerlo hasta un mono». Pero es que hay chimpancés que han vendido sus cuadros por más de 20000$. Hay incluso perros cuya obra ha sido exhibida a nivel internacional y se valora en cifras desorbitadas.

Shit Foutain de Jerzy S. KenarSi está claro que el nivel intelectual del artista no es obstáculo para la valoración (y tasación) de su obra, el contenido lo es aún menos. Frases como «eso no es arte, es mierda», carecen de sentido pues ya no presentan ninguna contradicción. La mierda ha llegado a los museos y no sólo en un sentido figurado, como prueba la ya célebre obra de Manzoni o la Shit Fountain de Jerzy S. Kenar que ilustra esta entrada. Incluso «basura» ha perdido su sentido despectivo, desde que en 2001, un empleado de la limpieza de una galería de Londres, incapaz de distinguirlos, desechase, junto con los demás desperdicios, una obra de Damien Hirst, valorada en más de 150000$ y consistente en un montón de botellas vacías, ceniceros sucios, vasos de plástico usados… lo que viene siendo basura, vaya. Lo mejor es que este  tipo de errores debe de ser bastante habitual.

Incluso la falta total de contenido puede ser apadrinada por la teoría del arte. Obras como 4’33» de John Cage, Blanco sobre Blanco de Malévich o incluso piezas plásticas conceptuales que sólo se manifiestan en la imaginación del espectador, pueblan los libros académicos. Hace años solía ir con un amigo a las galerías y nos parábamos a admirar los extintores: fruncido el ceño, mirada inteligente, gruesas gafas de pasta. Al cabo de un rato, claro, otra gente también se paraba… No existe ningún criterio que distinga al arte. De hecho, os reto a pensar en algo, cualquier cosa, que no pueda venderse en una galería como arte. Es totalmente imposible.

Pero si la teoría del arte no sirve para explicar estos  fenómenos, qué justifica su alta valoración. Yo lo diré: ¡la especulación! La «artisticidad» es como la santidad: basta ser bendecido por un comisario (galerista, hombre rico con gustos raros…), para que cualquier objeto pueda multiplicar su precio indefinidamente, y una vez lo ha multiplicado hasta una suma considerable, nada hará pensar a los demás especuladores, que no lo pueda seguir haciendo. El mercado del arte es como gigantesca burbuja inmobiliaria, donde el vendedor define además los criterios de habitabilidad: no tiene por qué tener cocina, baños o techo, basta un bonito marco.

Sin embargo, si cada vez menos gente cree en la religión, (o en las inmobiliarias) criticar el Arte —léase así, con mayúscula y coros celestiales elevando la palabra— está muy mal visto. Nos enseñaron que Van Gogh murió desquiciado y sin vender un cuadro, así que siempre podríamos estar equivocados en todo. No somos dignos del arte del futuro, así que delegamos enteramente nuestro criterio en el sumo sacerdote: el resultado es que hoy, arte sólo es lo que los expertos dicen que es arte.

Muere una gran pianista: Alicia de Larrocha

Este post, para variar no está dedicado a un compositor sino a una gran pianista: Alicia de Larrocha falleció este viernes a la edad los 86 años, a causa de un problema cardiorrespiratorio. Se trata posiblemente de la mejor intérprete española del piano y una de las más grandes del siglo XX. Sobra decir que su currículum fue impresionante: empezó a tocar con apenas 3 años de edad y a los 11 ya dio un concierto con la Orquesta Sinfónica de Madrid. A lo largo de su vida, realizó multitud de grabaciones, ganó  infinidad de premios y reconocimientos (incluidos varios Grammy y el Premio Príncipe de Asturias), y tocó en teatros de todo el mundo, destacando por su profesionalidad, su madurez y su depurada técnica pianística.

Pero, ante todo, se la conoce como una gran intérprete de música española. Su gran proyección internacional y sus numerosas grabaciones ayudaron a popularizar la obra de compositores como Turina, Mompou, Antonio Soler, Granados o Falla. De hecho, en su día os presenté a Alicia de Larrocha para hablar de Noches en los jardines de España de Manuel de Falla. A continuación, la podéis ver interpretando un arreglo para piano de otra conocida pieza del compositor gaditano: La danza del fuego del ballet El amor brujo.

Ver vídeo

Se la considera además, la mejor intérprete que ha habido de Albéniz, destacando su dos grabaciones de la Suite Iberia (realizadas en 1962 y 1986 respectivamente). Yo misma descubrí esta obra maestra gracias a los discos de Alicia de Larrocha (estos sí, los tengo en CD originales que guardo con un gran cariño). La Suite se compone de 12 piezas repartidas en cuatro libros, compuestos entre 1905 y 1909. Cada pieza pretende representar el carácter de una zona distinta de la península Ibérica. Precisamente, Albéniz un compositor muy representativo del nacionalismo español y la mayoría de sus obras se inspiran en el folklore y los paisajes de las diversas regiones de España. De hecho, casi todos lo conoceréis por su obra más popular: Asturias, leyenda, perteneciente a la Suite Española Op.47. No he encontrado más grabaciones en vídeo de Alicia de Larrocha, pero en este recital toca en directo la primera pieza de la Suite Iberia, Evocaciones. Muy recomendables son también El Corpus Christie en Sevilla (libro I, No.3, mi preferida), o Almería (libro I, No.2): ambas están inspiradas en melodías populares españolas (La tarara y El vito), posiblemente por eso me gustan tanto. ¡Espero que las disfrutéis!

Ver vídeo

No digas agnóstico, di ateo

Leo en Sin permiso un interesante artículo de Michael Neumann: según reza su propio título, una Argumentación filosófica a favor del ateísmo. Entre otras ideas, lanza una crítica a la actitud propia del agnóstico que, incapaz de demostrar la inexistencia de dios, «duda», dice no poder saber o afirma que «probablemente» dios no exista. El texto es largo, pero he elegido este fragmento para abrir boca.

Esta falta de evidencia no prueba la no existencia de dios. A pesar de ello, hace mucho más que refutar un argumento: nos da razones para abrazar el ateísmo. Tiene más sentido que decir «no sé si dios existe» o incluso «probablemente dios no existe», afirmar que dios no existe. Esto tiene que ver con las condiciones bajo las cuales nos sentimos autorizados a afirmar algo. Siempre que decimos cualquier cosa damos por sentado que puede menoscabar nuestra afirmación el escepticismo extremo. Tenemos derecho a negar que duendes indetectables cabalgan en las gotas de lluvia o que las estatuas del monte Rushmore recitan frecuentemente poesía francesa, o que Mickey Mouse tiene un reino oculto en la Amazonia. Podemos negar estas cosas aunque sabemos que, hablando estrictamente, podríamos estar equivocados. Todos podríamos estar alucinando o haber pasado por alto algunas evidencias decisivas. Pero estas incertidumbres «metafísicas» ya son siempre asumidas cuando afirmamos que algo no ocurre o no existe.

Es engañoso llevar esta incertidumbre metafísica de fondo al primer plano hablando de probabilidades. Cuando en realidad afirmamos probabilidades —«probablemente lloverá esta semana»— basamos nuestra afirmación en observaciones del mundo real. Podemos citar, por ejemplo, la frecuencia observada en que determinadas condiciones de la meteorología producen lluvia. Las afirmaciones de probabilidad, en otras palabras, están ellas mismas basadas en la evidencia. No son movimientos neuróticamente prudentes para protegernos de resultados que no podemos esperar de ninguna manera a base de las observaciones. No decimos: «probablemente nosotros no tenemos tentáculos». Decimos que no los tenemos. No sentimos alguna necesidad de cubrirnos el culo por si acaso hemos estado alucinando todas estas décadas. Así debe ser con la existencia de dios. Si omitimos el «probablemente» de «probablemente nosotros no tenemos tentáculos», deberíamos omitirlo de «probablemente dios no existe».

Por otra parte, casi ningún creyente dice poder demostrar la existencia de su dios (y, desde luego, ninguno puede), lo cual no le impide afirmar que es una persona religiosa, no un agnóstico. A pesar de no tener suficientes pruebas «definitivas» en un sentido u otro, cada cual organiza su vida en torno a la idea (la confianza) de que existe un ser supremo o no. La mayoría de los que se dicen agnósticos no van a misa, no temen un infierno, no llevan una estampita de la Virgen en la cartera «por si acaso». Con pruebas o sin ellas, creen que dios no existe y esta creencia se refleja en sus vidas del mismo modo que lo hace en la de los creyentes, luego, ¿por qué decir agnóstico y no, directamente, ateo?

Ante todo, síntesis

—¿De qué iba esta ópera… cómo se llamaba?
—Va de dos que se quieren pero no pueden estar juntos.

Iñaki, lúcido como él solo, capaz de resumir en una frase toda la historia de la ópera europea. Respuesta válida para todo, desde Orfeo (1607) de Monteverdi o Eurídice (1600) de Jacopo Peri (consideradas las primeras óperas de la historia), a Porgy and Bess (1935) de Gershwin. Así como Dido y Eneas (1683) de Purcell, Acis y Galatea (1731) de Haendel, Alceste (1767) de Gluck, Otello (1816) de Rossini, El cazador furtivo (1821) de Weber, Capuletos y Montescos (1830) de Bellini, La traviata (1853) de Verdi, Tristan e Isolda (1865), Tannhäuser (1845) o El anillo de los nibelungos (1869) de Wagner (en general cualquier ópera de Wagner), Rusalka (1901) de Dvořák, La Bohème (1896), Madama Butterfly (1904) o Tosca (1900) de Puccini, Káťa Kabanová (1921) de Leoš Janáček … etcétera, etcétera. Tenéis otra brillante metáfora explicativa en este vídeo de Nopuedocreer.